En la fuente, el invierno tapizaba los ladrillos de
los pilones con tonos parduscos y verdinosos, en dónde las bestias y el ganado
saciaban su sed antes de partir al campo a realizar sus tareas de labranzas y
pastoreo, o bien antes de recogerse en las cuadras y tinadas para no pasar al
sereno las gélidas noches invernales.
Con el buen tiempo los alrededores de la fuente cambiaban como de la
noche al día. Las hembras de rostros adustos parloteaban haciendo aspavientos
con las manos libres. Las otras, abrazaban el talle de los cántaros sudosos que
descansaban sobre sus cuadriles.
Una caterva de muchachos invadía la ribera derecha del barranco desde
el primer puente hasta el vacie. Andaban cazando ranas, que escondidas entre
los mastrantos no dejaban de croar hasta que sentían cercana la presencia de
los niños. También intentaban coger libélulas cuando estas descansaban sobre
los bayuncos, pero esto era harto difícil, ya que se posaban en las brancas
más cercanas al agua y algún que otro niño, remojó su raído vestuario alguna
vez a consecuencia de su osadía.
Otros, oteaban por encima de la pared del huerto de la fuente, por ver
si el Sr. José andaba por ahí afanado en algún menester, y si no lo veían, los
más intrépidos saltaban la pared y deshojaban las ramas bajeras del viejo moral
que crecía en el rincón del huerto, luego vendían las hojas a los más medrosos
(a dos reales, veinte hojas). Estas hojas servían para alimentar a los gusanos
de seda que en aquélla época casi todos los niños criaban en unas cajas de
cartón (de los zapatos “Gorila”)
Calahorro, el guardia municipal con su traje gris, su gorra de plato y
su porra, se asomaba de cuando en cuando por la fuente y todos los niños que
andaban metidos en los pilares chapoteando en el agua, al verlo aparecer
saltaban de ellos sin necesidad de que se lo ordenase, dejando tras de si sobre
el suelo polvoriento, un reguero de agua vomitada por las chanclas de gomas e
imitando el sonido de las ranas que en frente seguían croando.
En el Coso, los niños jugaban a regatear con una pelota desinflada y
las niñas al corro de la patata mientras llegaba la hora de entrar a la
escuela. Los pantalones cortos de pana, los jerséis de lana gorda hechos en
casa, las rebecas de hilo y las faldas de tablillas plisadas eran los atavíos
más comunes en aquél Coso. Los niños con el cabello muy corto y la mayoría de
las niñas con unas trenzas pulcramente confeccionadas y unos cintillos o
diademas de lana, que se encargaban de que los flequillos dejasen las frentes
despejadas.
Cuando llegaba la hora de entrar a clase, algún profesor, casi siempre
Doña Satu o Don Luis, hacían sonar las palmas de sus manos y como si de
hormigas se tratara, todos los niños y niñas acudían prestos y en hilera, cada
cual a la puerta de su clase. Los mayores con la enciclopedia Álvarez bajo el
brazo y los cuadernillos con las tapas azules o verdes y la tabla de
multiplicar en la contraportada, algunos, los más “pudientes” incluso llevaban
bolígrafos con las caperuzas de diferente color (bic), los menos pudientes, que
eran los más, lápiz de mina y una maquinilla de sacar puntas con la cuchilla
oxidada, y que en vez de hacer su cometido (sacar punta) lo arruinaba, puesto
que si te empeñabas en hacerlo… te quedabas sin lápiz. Los más pequeños
agarraban el Catón y una pizarra enmarcada en madera de chopo con un pizarrín
atado a uno de sus laterales, también llevaban una taza de hojalata, porque en
la hora del recreo, las maestras repartían la leche en polvo (americana) que
antes habían diluido con abundante agua.
En la huerta de Catano, cuando el sol se disponía a buscar el horizonte
por los cerros de la solana, los cangilones corroídos por el orín, vomitaban el
agua del pozo sobre el regajo encauzado entre adobes tostados, que la enviaba
directamente a los matos de las diferentes hortalizas. El agua bullía al caer
de los cangilones al compás del paso cansino del borrico, que daba vueltas y
vueltas amarrado al palo de la noria y con la mirada siempre hacia delante,
encauzada por las anteojeras que tenía adosadas a la jáquima.
En el camino polvoriento, al lado de la pared de piedras, los segadores
que volvían después de haber estado tantas horas en el tajo, tallando a la mies
por su cintura, con los rostros prietos y las entrañas secas, enganchaban los
cabestros de las bestias a la pared y saltaban a la huerta por el portillo,
traían consigo aquéllos barriles barrigones y de cuello angosto para llenarlos de agua y
calmar con ello un poco la quemazón que traían en sus adentros. El borrico de
la noria, en cuanto se percataba de ello, dejaba su caminar miserable sin que
nadie se lo ordenara, incluso se ponía a mordisquear las yerbas nuevas que
crecían al lado de la senda circular que él había hecho.
En el castillo (torreón) los grajos revoloteaban por encima de la
higuera que había crecido en una de sus ventanas, las pequeñas nubes pasaban en
estampida por encima de él, haciendo guiñar continuamente al sol, y con ello,
hacer cambiar de tonalidad sus muros de piedra y argamasa.
En ese torreón, se libraron infinidad de batallas, innumerables
historias fantasiosas que derramaban ilusiones por aquéllas mentes infantiles.
Fue, el gran encantador, sin lugar a duda, para muchos de aquéllos niños
tristes de los años sesenta.
Esto fue parte mi niñez. Ya sólo me queda su recuerdo…
C. Abril C.
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