miércoles, 18 de abril de 2012

EL ARRIERO



A la vera del camino, entre los bayuncos, crecían unas plantas de poleo que inundaban con su aroma la vaguada llamada -de la fuente del Matasanos-.


Una hilera de chopos blancos indicaba la dirección que tomaban las aguas fluviales en aquella zona y que irremediablemente iban a morir en el río Viar, afluente del Guadalquivir por su margen derecha.


Los cantuesos coloreaban de tonalidades violáceas las laderas de los cerros, y las retamas empezaban a insinuar su amarillez entre los: chaparros, charnecas, cornicabras, lentiscos y mastuerzos, engalanados todos ellos con sus trajes primaverales.

Aquélla mañana del mes de abril, el Sol se hallaba en la vertical con la cima del cerro de las Ganchosas. Balbino Serrano, más conocido por el arriero, iba arreando a una burra careta, de alzada considerable y cargada de: cachivaches, quincallas, artículos de alimentación y lencería portuguesa.

Igual que lo venía haciendo desde hace más de cuarenta años, aquél día, Balbino se dirigía a ganarse el pan de los suyos a un lugar conocido como los Baldíos de Fuente del Arco, una dehesa de tierras comunales sin cultivar, utilizadas en común por los vecinos para pastos. Esa dehesa se encontraba ubicada en el término municipal del mentado anteriormente Fuente del Arco, y estaba densamente poblada de ganaderos. 
Cabreros, pastores y porqueros eran moradores de casillas circundadas todas ellas de: majadas, zahúrdas, gallineros y corralones. Los inquilinos de aquellos Baldíos bajaban a los pueblos cercanos de muy tarde en tarde y siempre que el “arriero” se acercaba por allí, le compraban algunos artículos e incluso le hacían encargos para posteriores visitas. Le pagaban, unas veces con dinero y otras con productos naturales como huevos, conejos y gallos o bien manufacturados como el queso de cabra o los diferentes tipos de chacina y que Balbino se encargaba después de buscarle compradores en los pueblos de la comarca.



Al pasar por el camino polvoriento y sembrado de pequeñas piedras, con el tintineo que hacían los cacharros que portaba la burra, se espantaban los langostos primerizos ( saltamontes), saltando encima de las avenas locas y alcauciles que crecían al pie de la pared de piedra en la orilla izquierda del camino.

Tres pasos delante de la burra se cruzó una culebra de escalera serpenteando entre las piedras.


Pascuala, que así llamaba Balbino a su burra, se espantó y comenzó a correr fuera de la senda entre las chaparreras y retamas, restregando sobre ellas la tan preciada carga y a su vez instalando la congoja en el ánimo casi septuagenario de su dueño.

El arriero era un hombre de altura mediana y complexión delgada. De su rostro lo más destacable eran, la nariz aguileña y la negrura de sus ojos, semejantes a dos pozos de insondables expresiones. Siempre le he recordado vestido de negro y tocado con un sombrero de fieltro del mismo color, aunque con una tonalidad distinta, tal vez debida a los devastadores efectos del Sol y de la lluvia.

Pascuala, fue a pararse trescientos metros aproximadamente de donde comenzó a correr, en medio de un sembrado de avena que cubría toda la loma de la derecha del camino y se extendía hasta las inmediaciones de la línea de adelfas y tamujos que delimitaban el sendero fluvial del río Viar. Cuando Balbino llegó al lugar donde se encontraba Pascuala, esta, se comportó como si nada hubiera pasado, dándole bocados a las puntas de las avenas que empezaban a granar y sacudiéndose las moscas con el movimiento regular del rabo.


-Mia la joia gansa,

-¡Será mohtrenca! la suave ehta.

-¡Mohquita muerta! que ereh una mohquita muerta.

-Máh vieja ereh qu`un nuo y jaciendo mojigangah entavía.

-¡Ya te cortaré yo er pienso so moorra!


Una vez hubo comprobado que la mercancía no había sufrido ningún desperfecto, ya más asentado emocionalmente decidió que era la hora de reponer fuerzas. A la sombra de una encina que había en un pequeño promontorio próximo al río, se sentó, y de una alforja hecha con tela de loneta de las que se utilizan para confeccionar los costales de grano, sacó una fiambrera de aluminio y una telera de pan. De su faldriquera sacó una navaja con las cachas de madera, esa que él, siempre decía que era su compañera de fatigas por aquellos andurriales.
Con movimientos pausados, casi mecánicos, cortaba un trozo de tocino que tenía encima de un cacho de pan.

Tenía la mirada encima de los tamujos que tapizaban las riberas del río, pero en su mente se estaban proyectando otras imágenes diferentes en el tiempo y lugar.


¿Cuantas veces, se le habían encendido las mejillas, viendo las escarchas plateadas en los días más riguroso del invierno?

¿Cuántas veces, se le habían agrandado las pupilas, contemplando las floraciones de los almendros o el vuelo de los abejarucos en las tardes del estío?

¿Cuántas veces, se le había erizado el bello de su cuerpo?, sintiendo: el croar de la rana en el barranco, el arrullo de la tórtola en la encina, el jipido cototoví de la coguta en el garbanzal o el rebuzno del burranco  en la cerca, llamando a su madre.

Cerraba los ojos y de lo más profundo de su ser, le embriagaban los oídos: el trino de la golondrina cuando revoloteaba sobre los tejados del pueblo, el gorgoteo del agua en la fuente nueva, el tañar de las campanas del templo, el tolón de los cencerros que llevaban los rebaños o el graznido del cuervo, oteando el horizonte desde la tarama de una carrasquera.


Parpadeó tres veces, y vio el agua del río deslizándose mansamente por encima de las chinas y guijas. Entonces, súbitamente se dio cuenta de la relación que había entre aquél fluir de las aguas y su existencia.


Al igual que ellas, él, había empezado a moverse inquieto en el interior de su progenitora, después gateó por aquélla tierra parda del corralón en el que su madre le metía junto a sus hermanos para que le pudiesen dejar hacer las tareas del cortijo. Más tarde empezó a andar agarrado al lomo del mastín cuando su padre llegaba con el rebaño. Luego, una y otra vez corriendo campo a través, consiguió hacer una vereda polvorienta desde el cortijo hasta la casa de Luisa, su gran y único amor.
También se tuvo que arrastrar por aquéllas lejanas y extrañas tierras para salvar el pellejo, volver con los suyos y no ser carnaza de aquélla guerra maldita, fruto del odio que había sembrado en el interior de muchos españoles. Luego, fue caminando delante o detrás de las diferentes acémilas que llegó a poseer (la última era Pascuala) para proporcionarle el sustento a los suyos. Hasta hoy, que se encontraba deslizándose mansamente por encima de los cascajos dehforonaos  que fueron saltando paulatinamente de la piedra de su vida.

Pocas veces Balbino se había mirado en un espejo. Las aguas de un regajo a la sombra de un chaparro, le habían enseñado los parbujos que te llega a dar la vida y que se gravan en tu rostro, llegando incluso a no poder reconocerte. La última vez que no se reconoció asomado a un charco, hacía muy poco tiempo de ello y fue diferente a las anteriores, en esa ocasión, no vio ninguna sonrisa en aquél desconocido rostro, y eso, le turbo enormemente el ánimo.

C. Abril C.

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